En uno de sus poemas, Miguel Hernández, dice: “mi corazón no puede con la carga de su amorosa y lóbrega tormenta”. Pienso que en estos versos habla de todas aquellas emociones, pensamientos e incluso comportamientos que se vuelen un peso para nuestro corazón, para nuestra alma.
En este sentido, es muy probable que todos en algún momento de nuestras vidas hayamos sentido esa carga cuando sufrimos alguna decepción amorosa, la pérdida de un ser querido o alguna crisis existencial.
Estar sobrecargados nos puede llevar a tomar una serie de decisiones que tal vez en el corto plazo nos den la apariencia de solucionar los problemas; sin embargo, con el paso del tiempo, se vuelve claro que el ciclo se repite una y otra vez, haciéndose más complejo, lo cual nos lleva a perder el control y entrar en una espiral de deterioro de la que parece que ya no se puede salir.
Pensemos en el bebedor que se describe en el libro de El Principito, quien dice tomar alcohol para olvidar la vergüenza, que le produce ser un bebedor. No es difícil extrapolar esta situación paradójica a varios acontecimientos de nuestra vida diaria.
Quienes nos han seguido en esta lectura, ya se habrán dado cuenta que se usa el plural de la primera persona (que está en masculino), es decir nosotros, esto es porque pretendo hacer alusión directa a los de mi género: los hombres.
Lo hago de esa manera porque la intención es abonar en romper uno de esos pactos que inconscientemente hemos suscrito, al pensar que debemos cargar con nuestras penas en silencio, soportar de manera estoica nuestro sufrimiento, estrellar el vaso de tequila con nuestra mano, conducir de manera temeraria o salir a batirnos en duelo con el primero que cruce en nuestro camino, es decir hacer lo que deben de hacer los hombres.
Quienes nos dedicamos a brindar servicios de atención a la salud mental, nos alegra asistir a una oleada donde los hombres se empiezan a integrar a los procesos de terapia, ya no sólo como visitantes ocasionales que llevan al niño(a) para ser curado, o como acompañantes de sus esposas (como mínimo, aunque de algunos, nos conformaríamos con que no saboteen la terapia).
Es positivo ver cómo inician con sus propios procesos, se dan la oportunidad de hablar y con sus actos desafían las viejas premisas estereotipadas de que no necesitan ayuda. Sin embargo, estos avances, aunque positivos todavía nos señalan un largo camino por recorrer.
Quizá, una de las cosas más interesantes que me ha tocado vivir en esta profesión, ha sido descubrir la manera en que ellos significan su salud mental y por tanto el respectivo cuidado de ésta.
Recuerdo con fuerza que en un grupo de acompañamiento terapéutico, un hombre de 60 años decía que la terapia le había ayudado a comenzar a escombrar su corazón, que en otro momento un campesino de Oaxaca asociaba el diálogo terapéutico con el poder quitar la maleza de su corazón, como se le quita la maleza a las plantas de café, pero con mayor fuerza tengo presente las palabras de un albañil que decía que era como ir cambiando una casa, desde los cimientos, pero sin tirarla.
Así pues, este texto es invitación dirigida a nosotros los hombres, para seguir llegando a los consultorios a descubrir y ante todo construir otros caminos, desde los que podamos mirar en perspectiva nuestros problemas, reconociendo que si bien aceptar un problema es ya parte de la solución, no es suficiente. Se trata de dar el paso siguiente y el siguiente, pensando siempre en que estamos reconstruyendo una casa en la que seguimos y seguiremos habitando.
Referencias bibliográficas
- Hernández, M. (2011). Antología Poética. Madrid: Castalia Ediciones.