La relación entre el neurotransmisor serotonina y la irritabilidad ha sido estudiada en primates desde hace varios años. Encontrando “giros sociológicos interesantes” de acuerdo con lo que comenta Mark F. Bear en su libro “Neurociencia. La exploración del cerebro” (Capítulo 18 de la edición en español). Quien destaca que la conducta de los monos vervet, expuestos a sustancias que limitaban el efecto de la serotonina (antagonistas serotoninérgicos), sufría cambios que consistían en una mayor irritabilidad. Lo cual por otro lado, se asociaba a perder la posición dominante en el grupo.
Algo interesante en los seres humanos es que pareciera que a lo largo de nuestra vida los factores sociales estresantes actúan en contra de la serotonina, “agotando” el beneficio que aporta este neurotransmisor a nuestro cerebro. Sobre todo, cuando tales estresores están asociados al fracaso o a la incertidumbre. A partir de este punto podemos dar sentido y lógica al por qué de los diagnósticos psiquiátricos cómo el Trastorno de Estrés Postraumático, los Episodios Depresivos Mayores y los cuadros de Angustia o Ansiedad, pueden ser problemas que incluyen en muchos casos una notable labilidad emocional o incapacidad para tolerar la frustración. La cual, vale la pena explicar, no formaba parte del temperamento del individuo, hasta el momento en que se ve aquejado por cualquiera de estos. Dicho de otra manera, y para entender mejor este último punto, debemos asumir que entre mayores sean los estresores a los cuales se expone una población, ya sea en intensidad o en cantidad, mayor será la proporción de individuos que padezca los diagnósticos antes citados.
Por tanto, podemos notar un sin número de situaciones en las cuales se percibe un pobre control del problema y de las soluciones a nuestro alcance. Es decir, momentos en que se perciben un riesgo o amenaza latente, favoreciendo el agotamiento del neurotransmisor mencionado y, por añadidura, la presencia de los síndromes antes citados. Para resolver esto, los psiquiatras podemos apoyar con medicamentos que refuerzan la concentración de este neurotransmisor en el sistema nervioso, lo cual permite mejorar la tolerancia al estrés y disminuir la incidencia de los trastornos emocionales.
De esta forma, seguramente habrá muchas personas que durante una época “normal”, puedan atender recomendaciones psicológicas e higiénico-conductuales que les ayuden a superar sus estresores habituales. Sin embargo, ante las restricciones que implica una temporada de gran incertidumbre como la que se vive, parece que podríamos estar ante una prueba trascendental de la salud mental a nivel público. Y no me resultaría raro un incremento en la incidencia de crisis de pánico o angustia, depresión, ansiedad o irritabilidad y labilidad emocional, que obliguen al apoyo, no solo psicológico sino también psiquiátrico. Y esto último, no solo es necesario ante el pobre control del agente infeccioso, sino que también ocurre ante el estrés que provoca la falta de control en la conducta del “otro”, por ejemplo, del jefe “abusivo”, del compañero “holgazán”, del familiar enfermo, del político “incompetente”, del paciente “malagradecido”.
Todas estas situaciones, reales o imaginarias, siempre pueden ser fenómenos de estrés, imposibles de modificar, que puedan obligar al apoyo farmacológico sin que esto obligue necesariamente a considerar el problema como permanente, ni para ameritar hospitalización psiquiátrica. Insisto en la reflexión de que la mayoría de los problemas que atiende un psiquiatra, afortunadamente, ocurren en personas con suficiente juicio de realidad, donde el estigma social se convierte en una barrera que limita la búsqueda de ayuda en el momento adecuado.
Nota: Es muy probable que la mayoría de médicos de otras especialidades (internistas, familiares o generales) no estén en la posibilidad de atender este tipo de problemas por la saturación que les implica manejar la COVID-19 o por la saturación del sistema (ver mis artículos previos). Por ello, en caso de dudas comuníquese con su psiquiatra de cabecera.